jueves, 5 de diciembre de 2013

Trabajando duro (parte 4)

Continuación de Trabajando duro (parte 3)

Recompensa

A pesar del día agotador que había tenido, Eusebio guardó la compra a toda velocidad, ilusionado, fantaseando con cual podría ser su recompensa. En cuanto terminó, respiró hondo y se puso en marcha hacia la habitación de las chicas. Al llegar, llamó a la puerta, y la amable voz de Lorena le invitó a entrar. Ambas chicas estaban sentadas en la cama esperándole. Una bolsa apoyada junto a la mesilla llamó su atención, pero entonces Lorena le habló de nuevo:
—Cierra la puerta, y acércate. Hoy te has portado muy bien, y te has esforzado por complacernos, así que te has ganado un pequeño premio...
—¿Por qué no te quitas esa ropa sudada?—añadió Rebeca.

Sonrojándose al oír esas palabras, el chico asintió y empezó a desnudarse. Fue apilando ordenadamente las prendas que se fue quitando, hasta quedar en ropa interior. Entonces se detuvo, dudoso, hasta que un gesto de Rebeca le indicó que continuase. Obedeció, con su cara totalmente roja de vergüenza, y tratando de cubrirse con sus brazos, colocó su ropa interior junto al resto. Las chicas sonrieron, y Rebeca tomó la bolsa y se puso a revolver en ella, hasta sacar un pequeño objeto de plástico transparente con forma similar a la de un pene. Quitó unas llaves que colgaban de él, y las dejó en la mesilla.
—Ten, ponte esto.—dijo Rebeca mientras le entregaba el objeto.
—¿Qué es? No se cómo...
—Es un dispositivo de castidad. Se coloca en tu miembro, e impide que hagas ciertas cosas sin permiso.

Aunque la idea le asustó un poco, Eusebio trató de ponerse el aparato, y tras lograrlo cerró el candado que lo sujetaba. Satisfecha, Rebeca dijo:
—Buen chico. Ahora, ponte a cuatro patas sobre la cama.

Eusebio se subió a la cama como le indicaron, y se colocó a cuatro patas mirando hacia los pies de la cama. Justo enfrente estaba situada una cómoda con un enorme espejo que, además de dar una mayor sensación de amplitud, le permitía verse reflejado. Entonces Rebeca se colocó delante suya, entre la cama y la cómoda, y empezó a levantar su camiseta, dejando ver su vientre. Eusebio, con ojos como platos, observó atentamente mientras ella terminaba de quitarse la camiseta, revelando la pálida piel de su redondeado torso, y un sujetador negro que apenas contenía sus enormes pechos. A continuación, se giró dándole la espalda, y bajó lentamente su pantalón corto, dándole una vista privilegiada de su gran trasero, cubierto solo por unas bragas también negras, y después revelando sus fuertes muslos.
—¿Te gusta lo que ves?
—Mucho...
—Pues pon atención... Ven, Lore.

Lorena se acercó a Rebeca, y se sonrojó ligeramente mientras Rebeca desabrochaba uno a uno los botones de su camisa. A continuación se la quitó, dejando descubierta su suave piel, y un sujetador de encaje blanco. Después, se agachó sujetándose de la cadera de Lorena, y desabrochó su pantalón, que fue bajando suavemente por su amplia cadera, dejando descubiertas sus bragas azules, pegadas a sus amplias curvas. Finalmente se levantó, y ambas chicas se besaron sensualmente unos segundos, abrazándose, bajo la atenta mirada del joven. Lo que acababa de ver le había excitado tanto que era incapaz de pensar en nada más que las dos bellezas, de las cuales no apartaba la vista ni un instante. El aparato que se había colocado antes le apretaba ahora su miembro según crecía con la excitación. Tras el beso, las mujeres le miraron y Rebeca dijo:
—¿Te gustaría que te montásemos un ratito así?
—Me encantaría...
—Entonces pídelo...
—¿Podría... podría ser vuestra montura, por favor?
—Muy bien.

Las mujeres se subieron a la cama, y Eusebio pudo ver en el espejo cómo Lorena se sentaba suavemente sobre la parte inferior de su lomo, concentrándose en el tacto de sus muslos sobre sus costados, y en el leve tacto de su ropa interior sobre él. Su cadera parecía aún mayor sentada así, y se veía realmente imponente. A continuación, Rebeca se colocó delante suya, a pocos centímetros de su rostro, instante que él aprovechó para ver más de cerca sus muslos, e incluso impregnarse de su excitante aroma femenino. Entonces se montó sobre él, sobre la parte más alta de su espalda, quedando de frente a la otra chica. Sus brazos se esforzaron para resistir el peso que acababa de recaer sobre ellos. Entonces pudo ver de nuevo el espejo, y contemplar el hermoso trasero de la chica sentada sobre él, con sus impresionantes muslos colgando a ambos lados, acariciando sus hombros.

Una vez acomodadas ambas mujeres, Rebeca dijo:
—Si quieres, puedes girarte para vernos a las dos en el espejo. Quiero que nos balancees atrás y adelante un ratito...

Eusebio aceptó la invitación, y se giró hasta quedar viendo hacia un lado de la cama, de forma que girando la cabeza podía ver a ambas chicas sentadas, una frente a la otra, muy cerca, con sus muslos colgando a su lado. Después, empezó a moverse como le habían indicado, lentamente. Entonces pudo ver cómo las mujeres se abrazaban sensualmente y empezaban a besarse, moviendo sus caderas al ritmo de sus movimientos. Los besos se fueron volviendo más apasionados, y las caricias entre las mujeres más intensas, moviendo sus caderas cada vez más rápido, a lo cual él respondió moviéndose también más rápidamente.

La acción continuó durante un buen rato, y aunque los brazos de Eusebio empezaban a arder de cansancio tras todo un día de esfuerzo, su mente estaba embriagada por la excitación de lo que veía en el espejo, al cual no quitaba ojo ni un instante. Podía sentir su propio pulso, muy acelerado, especialmente en su rostro rojo de excitación, y en su pene, apretujado en su prisión. En una pausa entre sus besos, Rebeca dijo:
—¿Te gustaría que nos desnudemos, verdad?
—Mucho...
—Entonces te propongo algo. Si haces la ola, umm... unas 50 veces, nos desnudaremos. ¿Trato hecho?
—Trato hecho.

Eusebio recordaba bien ese movimiento ya que se lo habían explicado anteriormente, y sabía que era bastante agotador, pero la recompensa bien merecía el esfuerzo. Flexionó sus brazos según se echaba hacia atrás, y al volver a echarse hacia adelante trató de extenderlos, levantando el peso de ambas mujeres.
—Una...—contó en alto Rebeca.

A los pocos instantes, la frente de Eusebio empezó a humedecerse con las primeras gotas de sudor, y su respiración, ya agitada por la excitación, se volvió más ruidosa por el gran esfuerzo de alzar a ambas mujeres en cada repetición. El cansancio del día hacía mella en él, y sus brazos empezaban a temblar.
—Veintidós...

La mente del joven trató de concentrarse en las sensaciones que percibía a través del tacto. A cada repetición, podía sentir los muslos de Rebeca rozar sus hombros, y el leve roce de la entrepierna de Lorena al inclinarse su montura. Pero el cansancio era ya imposible de ignorar, y cada vez le llevaba más tiempo y esfuerzo estirar sus brazos para volver a la posición inicial. Sus brazos ya no solo temblaban durante ese instante, sino durante prácticamente todo el movimiento.
—Cuarenta y una...

Las últimas repeticiones fueron un verdadero reto, al límite de sus fuerzas, y estuvo a punto de rendirse, pero la idea de ver desnudas a ambas mujeres era demasiado atractiva como para tirar la toalla, sin importar lo duro que resultase. Finalmente, con sus últimas fuerzas, lo logró:
—¡Cincuenta! Lo has hecho muy bien, poni. Te daremos tu premio...

Diciendo estas palabras, Rebeca se levantó, seguida de Lorena. Eusebio aprovechó ese instante para empaparse nuevamente en el aroma de ambas mujeres. Las dos se bajaron de la cama, y Rebeca se puso a revolver en la bolsa de nuevo, tras lo cual sacó un pequeño trozo de tela negro. Se acercó a Eusebio, y se lo colocó delante.
—Siéntate un momento. Nos vamos a desnudar, pero todavía no puedes mirar. Te vendaré los ojos...

Eusebio, desilusionado, se dejó vendar los ojos. Un momento después, sintió el tacto de una pieza de tela algo dura caer sobre sus muslos, seguido de otro trozo similar. Probablemente serían los sujetadores de las chicas. Otro instante más, y pudo sentir el suave tacto de otras dos prendas, que supuso serían las bragas de las chicas. Entonces notó cómo alguien apartaba todas las prendas, y una mano sujetó la suya, invitándole a levantarse. Así hizo, y entonces sintió a alguien pegarse a su espalda. Entonces escuchó la voz de Rebeca.
—Estamos las dos desnudas... ¿puedes sentir mi cuerpo pegado al tuyo?

El joven prestó atención al tacto en su espalda. Podía sentir la suave presión de los grandes pechos de Rebeca contra su cansado lomo, así como su vientre empujándole ligeramente. Incluso podía sentir su cadera contra sus nalgas. No pudo evitar soltar un pequeño suspiro de excitación, a pesar de no poder ver los tesoros que su piel acababa de descubrir. Entonces Rebeca le ordenó:
—Quiero montarme en tus hombros... agáchate.

Así hizo, y una vez agachado pudo sentir cómo una pierna se apoyaba sobre su hombro, colgando contra su pecho, y cargando su peso sobre él. A continuación, la otra pierna. Sujetó los muslos con sus manos, sintiendo perfectamente su suave tacto, como ya lo sentía sobre sus hombros. En cuanto la mujer se acomodó, pudo sentir también su entrepierna contra su cuello, húmeda y caliente. Solo de imaginarlo, la excitación le volvía loco, y solo podía pensar en esa sensación, y en el aroma que envenenaba su mente. Siguiendo las órdenes de su amazona, y con un esfuerzo de sus piernas, se levantó, y empezó a balancearse de una pierna a la otra, dando pequeños botes, sintiendo a cada uno cómo los muslos de la mujer presionaban sus hombros, y su sexo frotaba su cuello, humedeciéndolo ligeramente.

Tras unos minutos, sintió la mano de Lorena en su espalda, indicándole que se detuviese. Una vez lo hizo, escuchó un zumbido, y a los pocos segundos, sintió el tacto plástico de un objeto vibrando en su espalda, justo a la altura del sexo de su amazona. No le costó mucho imaginar qué estaba pasando, y pronto los movimientos de Rebeca, apretando su cuello al contraer rítmicamente sus muslos, se lo confirmaron. La respiración de Rebeca se fue acelerando y volviendo más audible durante los siguientes minutos, hasta convertirse en gemidos que alcanzaron su cumbre junto a una fuerte sacudida de la mujer, que casi le hace perder el equilibrio, mientras apretaba con fuerza al joven con sus muslos. El zumbido se detuvo, y Rebeca fue recuperando poco a poco el aliento. El cuello del joven estaba empapado, y él nunca olvidaría ese instante, excitado más allá de lo que nunca había sentido.

En cuanto la mujer desmontó, Eusebio pudo notar en sus hombros el cansancio y dolor que hasta ahora la excitación habían cubierto. Ni siquiera podía estimar cuanto tiempo la había cargado, ya que se le había pasado muy rápido, pero ahora su cuerpo le recordaba que ya había sostenido ese peso mucho rato por la tarde. La voz de Rebeca le sacó de sus ensoñaciones.
—Eso fue delicioso... Me encanta tener un orgasmo montando así. Pero ahora Lore también se merece uno, ¿verdad? Aunque a ella le gusta más de otro modo. Ponte a cuatro patas en la cama de nuevo mientras busco algo...

Lorena le tomó la mano y lo guió a la cama, tras lo cual el joven se puso a cuatro patas de nuevo sobre la misma. Al poco, pudo oír los pasos de Rebeca acercándose de nuevo, y sintió un objeto grande, liso, de plástico, sobre su espalda, con tiras de tela colgando a ambos lados. Pudo sentir cómo amarraba esas tiras a modo de arnés, cruzando sobre sus hombros y rodeando sus costillas, amarrando el objeto fuertemente sobre la parte alta de su espalda. Entonces escuchó los muelles del colchón crujir cuando Lorena se subió a la cama, y a continuación la voz de Rebeca le habló.
—Te he fijado un dildo con ese arnés. A Lore le encanta cabalgarlo así...

Un momento después, pudo sentir cómo Lorena se situaba sobre el dildo, y muy lentamente se sentaba sobre él. Por cómo colgaban sus muslos y dónde apoyó sus manos para sostenerse mejor, había montado de espaldas, recargando casi todo su peso sobre sus brazos. Un momento después sintió empezar a vibrar el dildo, que emitía un suave zumbido. Entonces sintió cómo Lorena apretaba los muslos, alzando su cuerpo ligeramente, para a continuación dejarlo caer de nuevo, subiendo y bajando, cabalgando el consolador que él llevaba amarrado. Pudo oir un suspiro de la chica, y ésta continuó moviéndose así durante un buen rato, acelerando cada vez más los movimientos.

Los brazos del joven trataban de sostenerla, pero cada vez que la chica se dejaba caer, todo su peso le golpeaba, poniéndole muy difícil la tarea. Además, según la respiración de la chica se iba convirtiendo en jadeos, mezcla de cansancio y excitación, sus movimientos se iban volviendo más bruscos, y ahora parecía que estuviese en un rodeo, botando con fuerza sobre él. En muchas ocasiones, los botes le hacían flexionar ligeramente los brazos de forma involuntaria, y tenía que hacer un esfuerzo extra para retomar su posición.

Cuando Eusebio ya no creía aguantar más, Lorena apretó sus costados con una fuerza que le sorprendió, seguido de una mezcla entre grito y gemido, seguido de otros más pequeños, mientras los movimientos de la chica se detenían poco a poco. Una vez estática, permaneció sobre él unos segundos recuperando la respiración, y a continuación se levantó, dejándose caer en la cama, junto al joven. Una vez acostada, Lorena dijo:
—Uff... cómo echaba de menos esto... Has aguantado muy bien, gracias por tu esfuerzo.
—Creo que se ha ganado un último premio, ¿verdad?—respondió Rebeca.

Tras esas palabras, Eusebio escuchó crujir de nuevo la cama cuando Rebeca se subió. Le quitaron el arnés, y con un pequeño empujón le indicaron que se acostase, y lo colocaron boca arriba. A continuación pudo sentir unos muslos a cada lado de su abdomen, sentándose a horcajadas sobre él. Por el tamaño de los muslos imaginó que sería Lorena, y no tardó en sentir la humedad de su entrepierna sobre su piel. Entonces sintió cómo otros muslos se colocaban a cada lado de su cabeza, y por el aroma que percibió, no tenía duda de que eran los de Rebeca. Entonces pudo sentir algo húmedo y cálido sobre su rostro, acomodándose a la altura de su boca. Rebeca le dijo entonces:
—Este es tu premio, saboréalo bien...

Tras perderse en la pasión saboreando el dulce sabor de Rebeca, y hacerla disfrutar de varios orgasmos mientras ambas mujeres se besaban y acariciaban, las chicas, agotadas, se acostaron en la cama y ordenaron al joven levantarse, tras lo cual se arroparon con las mantas. Solo entonces le dieron la orden de quitarse la venda de los ojos, y pudo ver únicamente las caras de las dos mujeres, rojas del cansancio y placer, con su pelo revuelto. Entonces Rebeca le dijo:
—Espero que hayas disfrutado, poni. Te tenemos que dejar el dispositivo de castidad puesto, por si se te ocurre malgastar tus fuerzas en tu habitación, porque mañana tienes trabajo, y querremos seguir divirtiéndonos. Si te sigues portando bien, en unas semanas te lo podrás quitar ya.

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