miércoles, 16 de mayo de 2012

El gimnasio

Era media noche, y la mayoría de la gente ya dormía: mañana había que madrugar. Solo las luces de los trasnochadores, y algún coche rezagado, daban vida a la ciudad. Por la acera caminaban una chica y un chico. Ella era alta y de amplias curvas. Él, más delgado, llevaba una bolsa de deporte. Se detuvieron delante de una puerta, y la mujer sacó sus llaves y la abrió. Cerraron la puerta tras entrar, y un gimnasio vacío les recibió.
— Es una suerte que mi amiga sea la dueña del gimnasio y nos deje usarlo de noche, ¿verdad? Así puedo asegurarme de que te mantienes en forma todo el año.

Como en las anteriores ocasiones, él dejó la bolsa de deportes junto a la pared, y procedió a quitarse la ropa. A continuación hizo unos breves estiramientos bajo la atenta mirada de la mujer, y finalmente esperó sus órdenes.
— ¿Qué tal si hoy empiezas por correr un poco en la cinta? ¡Vamos!

Se dirigieron a la cinta, a la cual se subió el chico. La mujer entonces marcó la velocidad de trote ligero, y tomó asiento enfrente de la cinta, viendo cómo él empezaba a acelerar el paso mientras la cinta aceleraba hasta la velocidad indicada. A ella le encantaba verle correr así: el movimiento de su trasero desnudo, el sudor resbalando por su piel, su respiración agitada... Siempre aprovechaba estos momentos para hablar con él, no solo porque estaba muy relajada en su asiento, sino por hacerle hablar y que pierda el aliento antes.

Al cabo de un rato, cuando ya le vio bien cansado, se levantó, se acercó a él, y sonrió mientras observaba su rostro sudado. A continuación subió la velocidad un poco más, y le dejó corriendo todo lo rápido que podía mientras fue a tomar algo de la bolsa de deportes. Él supo de qué se trataba de inmediato, cuando lo sintió sobre su espalda: era la ya habitual fusta.
— Un poco más y ya pasamos a otro ejercicio. ¡Esas rodillas más arriba!

Esos últimos minutos se le eternizaron entre el agotamiento y el dolor de los latigazos en su trasero, hasta que al fin ella paró la cinta. Entonces le indicó qué sería lo siguiente.
— Ahora ponte a cuatro patas sobre la cinta.

Él obedeció, y a continuación ella se sentó sobre su lomo y se acomodó. Su trasero cubría una buena parte de su espalda, y sus fuertes muslos colgaban pesadamente a cada lado de él. Entonces pulsó los botones de la máquina nuevamente, y ésta se puso a avanzar lentamente, a un ritmo que él pudiese seguir mientras cargaba con su peso.

Para entretenerse, la mujer empezó observando el cuerpo que se esforzaba por llevarla. A cada paso sentía tensarse los músculos de un lado diferente de la espalda del chico, y observaba cómo movía su cadera a un lado y al otro. No desperdició la ocasión para usar de nuevo su látigo, que dejó unas marcas coloradas sobre sus glúteos.

Al cabo de unos minutos, la mujer se levantó, y el chico pensó que tendría un merecido descanso, pero pronto comprendió que no era el caso.  Lo que la mujer hizo fue encender una de las televisiones que había enfrente de las cintas, para tener entretenimiento mientras él continuaba, y volvió a sentarse sobre su lomo, ahora más cerca de su cuello, con las piernas colgando sobre sus hombros. De este modo, ella tenía una vista mejor de la pantalla, pero los brazos del chico necesitaban esforzarse más por sostenerla.
— ¿Estas muy cansado? —el sudor goteaba por su rostro— Esta serie ya está acabando: aguanta los 5 minutos que le quedan, hazlo por mi...

Esos minutos se le hicieron eternos, y cuando al fin acabó y ella se levantó y paró la cinta, sus muñecas y brazos estaban tan cansados que le costó levantarse. De inmediato ella le dijo:
— Te daré un rato de descanso, acuéstate en esa colchoneta. Te daré un pequeño premio...

Él obedeció, y a continuación ella se le acercó y empezó a desnudarse de pie justo a su lado, mientras él observaba desde el suelo. Era tan hermosa, sus curvas tan sexys, sus grandes pechos balanceándose con cada movimiento...
— ¿Te gusta lo que ves? Ahora quiero que me hagas sentir bien...

Con estas palabras, ella se puso sobre él, de cara a sus pies, e hincó una rodilla al lado de su cabeza, y a continuación la otra al otro lado, apoyando su sexo sobre el sudado rostro del chico. Él no dudó, y empezó a juguetear con su lengua de la forma que a ella le encantaba. Ella se relajó y disfrutó, sin preocuparse de que el chico aún jadeaba por el ejercicio y su trasero apenas le dejaba respirar: era su momento de disfrutar.

Al poco, tomó el miembro del chico con su mano y empezó a juguetear con él, progresando hasta masturbarlo según se iba sintiendo más excitada. Pero aún no había terminado la noche, y para conservar sus fuerzas, decidió no dejarle alcanzar el orgasmo, deteniéndose un rato cada vez que se acercaba peligrosamente. Ella, sin embargo, no tardó en alcanzarlo y inconscientemente apretó la cabeza del chico entre sus muslos, mientras se agitaba en una oleada de placer. Después se acostó al lado del chico a relajarse unos minutos.
— Qué delicia... Me iré a duchar antes de irnos, pero te dejaré trabajando un poco más, ¿si? Vamos.

En esta ocasión lo guió a la máquina de escaleras. Se trata de un aparato similar a la cinta andadora, pero con escaleras como las automáticas de los centros comerciales. Él se subió, y ella tomó de la bolsa de deportes unas esposas con las que prendió sus muñecas a la máquina, para que no pueda controlarla ni bajarse. A continuación la encendió a una velocidad media, y se fue a la ducha.

Como siempre sucedía, su ducha se alargó bastante, y mientras el chico se esforzó por mantener el agotador ritmo. Los minutos pasaban y pasaban, sus muslos empezaban a doler del esfuerzo, y le costaba respirar. Cuando la mujer volvió, vio su espalda totalmente empapada, y se quedó detrás de él observando el movimiento de sus brillantes nalgas durante un instante, sin resistirse a darles un cachete que otro. Al fin detuvo la máquina y lo liberó, como tanto ansiaba.
— Bien, vamos a casa. Vístete.

No les llevó mucho volver al edificio donde vivían, él todavía empapado bajo la ropa, cargando con la bolsa de deportes. Entraron en el portal y ella le dijo:
— Ahora súbeme por las escaleras.

La tomó a caballito, y sin soltar la bolsa empezó a subir. Sus muslos no podían más, pero tuvo que hacer un último esfuerzo por subir los 4 pisos que los separaban de su hogar. Al fin, entraron y la dejó en su habitación. Mientras ella se acostaba, él fue a tomar una ducha, y después, al fin, a descansar.

martes, 1 de mayo de 2012

Sesión invernal

La luna llena iluminaba el cielo en una noche despejada de invierno. Detrás del cristal de la ventana de una casa de madera, una mujer miraba cómo el suave viento mecía los pinos, mientras se abrochaba su negro abrigo de plumas, añadiendo una capa más a su vestuario para combatir el frío. Su respiración empañaba el cristal. Se dirigió a la puerta, la abrió, y una mujer pálida, de pelo largo y redondeada figura, salió del calor del recibidor, con botas altas negras y vaqueros. Ella era Amaya.

De su mano envuelta en un guante de cuero marrón, colgaba una correa negra de la cual tiraba según caminaba hacia el exterior. Al otro extremo de la misma había un collar, colocado en el cuello de un chico que la seguía caminando a 4 patas, desnudo.
— Por favor, discúlpeme, ama. No se volverá a repetir. Pero por favor, hace mucho frío...
— Deja de quejarte y vamos. Te has ganado el castigo, así que no te quejes.


Una vez estuvieron fuera los dos, Amaya cerró la puerta y observó al muchacho. Pelo corto negro, ojos oscuros mirándola buscando piedad, y su cuerpo tembloroso por el frío. Se acercó a él, deslizó una pierna al otro lado de su espalda, y se sentó sobre él, dejándolo sentir el frío tacto de su vaquero sobre su espalda.
— Vamos, hacia el molino.

El chico empezó a gatear llevando a la mujer en su lomo. La fría hierba helaba sus manos y piernas según avanzaba, y no podía cubrirse con los brazos ya que estaban ocupados aguantando el peso de su amazona. Trató de acelerar todo lo que pudo, en parte por acortar el camino, en parte por entrar en calor con el ejercicio, y en pocos minutos llegaron al viejo molino, una construcción de piedra que antaño se usaba para moler el grano con la ayuda del agua, pero hoy en día se hallaba en abandono. Al llegar, se detuvo. Su respiración acelerada era claramente visible en forma de vapor.
— Vaya, hoy sí te das prisa, ¿eh?

La mujer se levantó y el joven tuvo un escalofrío al alcanzar el aire frío la parte de su espalda que se había mantenido caliente por el contacto con el trasero y muslos de su ama. Entonces Amaya le mandó levantarse y poner las manos contra la pared del molino, con las piernas separadas, y empezó a deslizar sus gélidos guantes de cuero por su piel. Partiendo de la espalda y costados, fue bajando por un muslo y subiendo a continuación por el otro. El chico no pudo evitar un gemido al sentir su fría caricia en su sexo. La mujer sonrió y le dio una fuerte palmada en el trasero.
— ¿A que echas de menos el calor de mi trasero sobre ti? Pídeme que te monte de nuevo, si tanto lo deseas...
— Por favor, ama... concédame ser su montura de nuevo.
— Así es como debes comportarte. Muy bien, ponte a cuatro patas otra vez.

Una vez lo hizo, Amaya se sentó de nuevo sobre él. El vaquero había enfriado de nuevo en este rato, pero la fría sensación inicial pronto se convirtió en la calidez del contacto de su ama.
— Demuéstrame que te mereces ser mi poni. Quiero ver cuantas flexiones puedes hacer así. Puedes apoyar las rodillas, pero tu cara debe llegar hasta la hierba para que cuenten. ¡Empieza!

El chico obedeció y empezó a hacerlas, contándolas en alto a petición de su ama. Las primeras le resultaron relativamente sencillas, pero pronto al temblor por el frío se sumó el temblor del cansancio de sus brazos. Al llegar a 30, apenas era capaz de subir.
— Las 5 últimas no han contado, no has bajado suficiente... Repítelas. Tienes que llegar a 50.

Esas palabras lo desesperaron aún más, y aunque continuó su esfuerzo hasta agotar sus fuerzas, no logró pasar de 43 antes de dejarse caer contra el suelo.
— ¡No te he mandado parar! ¡Continua!
— No puedo, ama...
— Tu lo has querido.
Diciendo esto, visiblemente molesta, se levantó y dio unas cuantas palmadas en el desnudo trasero del chico, el cual se enrojeció rápidamente.
— Levántame a hombros —dijo con voz seca.
El chico, asustado, así hizo.
— Ahora llévame a la parte de atrás del molino.

Tras el molino había un riachuelo del cual se tomaba el agua para moverlo cuando funcionaba. Tendría aproximadamente dos metros de ancho, y 40 centímetros de profundidad. El cauce era pedregoso y estaba rodeado de pequeñas hierbas.
— Métete en el agua. ¡Ahora!


A pesar de que estaba helada, y sentía que le cortaba las piernas, no rechistó porque sabía que sino su ama se enfadaría más. Ella, mientras, sentía temblar los hombros sobre los cuales descansaba sentada.
— Haz 10 sentadillas. Quiero que el agua llegue a tu trasero.

El chico no pudo evitar un gemido de terror al escuchar esto, pero se dispuso a hacerlo. Bajó y el agua helada fue alcanzando sus muslos, y finalmente su trasero, mojando también su sexo. Se levantó rápidamente jadeando del frío, y ella le indicó con un pequeño apretón con sus piernas que continuase. Hizo la segunda, la tercera... cada vez más frío, y sin sentir ya sus pies... hasta que finalmente llegó a la última, con la cual soltó un suspiro de alivió.
— Bien... ahora volvamos a casa. ¡Corre!

El joven galopó lo mejor que sus heladas piernas le permitieron hasta llegar de nuevo a la casa. Entonces la mujer desmontó, se apoyó contra la puerta, y antes de abrirla dijo:
— La próxima vez que desobedezcas una orden, dormirás fuera desnudo. Pero por hoy ha sido suficiente.

En cuanto entraron, el calor del interior lo devolvió a la vida, y poco a poco fue entrando en calor. Había aprendido la lección.